Para distraerse del frío del alba que empezaba a calar en sus huesos, ¿o no era por el frío la tiritera?, Paolo empezó a rememorar la última vez que montaron. Hacía sólo unos días de aquello, pero parecían años. No es que hubiera sido un viaje placentero, con ese calor asfixiante y ese polvo que se mete por todas partes, pero lo había disfrutado igualmente. Varias horas de travesía por una pista señalizada con latas vacías de gasolina y otras balizas improvisadas les habían llevado a donde estaban ahora, a poco más de 100 kilómetros de Alejandría.
Sólo hacía unos meses que había aprendido a montar en moto. Nadie a su alrededor se percató, pero Paolo empezó a sonreír. Recordó algunas de las caídas de los primeros días, cuando aquellos muchachos que antes sólo habían montado en burro y luego en bicicleta, tomaron contacto con las máquinas. Como Torino (en realidad se llamaba Bruno, creía recordar), que se dio de bruces contra un barracón de concentrado que estaba cambiando las marchas. O Catania, que casi atropella a la hija del dueño de la cantina. La sonrisa se convirtió en una mueca al recordar que algunos de ellos ya no estaban.
Aquellos días habían sido los más felices de su vida. Horas y horas de ruta con sus amigos por las montañas sicilianas, curveando por aquellas carreteras de mala muerte. El viento en su cara y todos los mosquitos de los alrededores pegándose uno a uno en sus gafas. Malditos mosquitos... ¡Plás! Uno que no se pegará a las gafas de nadie, pensó.
Un runrún lejano interrumpió los pensamientos de Paolo. Ya había aprendido a diferenciar los ronroneos, y éste no era precisamente el de su máquina. Su máquina, que dormía ahora junto a las del resto del batallón escondidas bajo unas lonas de camuflaje. Su máquina, que había visitado todos los días para quitarle la arena que se iba acumulando en todos los recovecos y tenerla arrancarla unos minutos. Bueno, hasta que se acabó la reserva de gasolina que quedaba en el tanque. Tanto él como sus compañeros habían pedido, suplicado incluso, algunos litros más, pero toda la gasolina había sido decomisada por un oficial alemán de una unidad cercana para los pocos panzers que les quedaban en funcionamiento.
El pensamiento sobre los tanques le devolvió al ruido cada vez más cercano. ¡Vuelven los ingleses!, se oyó gritar en las trincheras del 8º Regimiento de Bersaglieri. Paolo sabía por el teniente que no se trataba de ingleses, sino de neozelandeses y australianos, pero qué más daba. Volvían, que es lo que importaba, y lo hacían en sus tanques; y ellos, sin gasolina y reducidos a infantería ligera, no tenían más que sus fusiles y granadas para responder. Las armas anticarro hacía tiempo que se habían quedado sin munición, así que el campo de minas de un kilómetro de ancho que habían tendido precipitadamente era lo único que les separaba de aquellos monstruos mecánicos. Si los zapadores enemigos conseguían abrir un pasillo, iba a ser una carnicería.
Para disimular su miedo, los compañeros de trinchera empezaron a hablar de lo que iban a hacer cuando volvieran a Italia. Empezaron a sonar frases sobre gestas sexuales, abrir negocios y cosas así. Alguien reparó en Paolo, que no había abierto el pico en horas y miraba absorto unos puntitos que se hacían cada vez más grandes, allá por donde se iba asomando aquel abrasador sol africano. Quizás el último sol.
- ¿Y tú, Paolo, qué harás cuando vuelvas?
El interpelado se volvió hacia aquel hombre, y sonrió.
- Sin duda, comprarme una moto.
Sólo hacía unos meses que había aprendido a montar en moto. Nadie a su alrededor se percató, pero Paolo empezó a sonreír. Recordó algunas de las caídas de los primeros días, cuando aquellos muchachos que antes sólo habían montado en burro y luego en bicicleta, tomaron contacto con las máquinas. Como Torino (en realidad se llamaba Bruno, creía recordar), que se dio de bruces contra un barracón de concentrado que estaba cambiando las marchas. O Catania, que casi atropella a la hija del dueño de la cantina. La sonrisa se convirtió en una mueca al recordar que algunos de ellos ya no estaban.
Aquellos días habían sido los más felices de su vida. Horas y horas de ruta con sus amigos por las montañas sicilianas, curveando por aquellas carreteras de mala muerte. El viento en su cara y todos los mosquitos de los alrededores pegándose uno a uno en sus gafas. Malditos mosquitos... ¡Plás! Uno que no se pegará a las gafas de nadie, pensó.
Un runrún lejano interrumpió los pensamientos de Paolo. Ya había aprendido a diferenciar los ronroneos, y éste no era precisamente el de su máquina. Su máquina, que dormía ahora junto a las del resto del batallón escondidas bajo unas lonas de camuflaje. Su máquina, que había visitado todos los días para quitarle la arena que se iba acumulando en todos los recovecos y tenerla arrancarla unos minutos. Bueno, hasta que se acabó la reserva de gasolina que quedaba en el tanque. Tanto él como sus compañeros habían pedido, suplicado incluso, algunos litros más, pero toda la gasolina había sido decomisada por un oficial alemán de una unidad cercana para los pocos panzers que les quedaban en funcionamiento.
El pensamiento sobre los tanques le devolvió al ruido cada vez más cercano. ¡Vuelven los ingleses!, se oyó gritar en las trincheras del 8º Regimiento de Bersaglieri. Paolo sabía por el teniente que no se trataba de ingleses, sino de neozelandeses y australianos, pero qué más daba. Volvían, que es lo que importaba, y lo hacían en sus tanques; y ellos, sin gasolina y reducidos a infantería ligera, no tenían más que sus fusiles y granadas para responder. Las armas anticarro hacía tiempo que se habían quedado sin munición, así que el campo de minas de un kilómetro de ancho que habían tendido precipitadamente era lo único que les separaba de aquellos monstruos mecánicos. Si los zapadores enemigos conseguían abrir un pasillo, iba a ser una carnicería.
Para disimular su miedo, los compañeros de trinchera empezaron a hablar de lo que iban a hacer cuando volvieran a Italia. Empezaron a sonar frases sobre gestas sexuales, abrir negocios y cosas así. Alguien reparó en Paolo, que no había abierto el pico en horas y miraba absorto unos puntitos que se hacían cada vez más grandes, allá por donde se iba asomando aquel abrasador sol africano. Quizás el último sol.
- ¿Y tú, Paolo, qué harás cuando vuelvas?
El interpelado se volvió hacia aquel hombre, y sonrió.
- Sin duda, comprarme una moto.
Hace un par de meses se organizó en el foro del Club CBF un concurso de relatos cortos, que posteriormente pasó a denominarse "Memorial EduardoCBF", en recuerdo de un compañero que participaba en la organización y que desgraciadamente falleció al poco. Una de las condiciones del concurso era que el escrito tuviera que ver con el mundo de las motos. Se presentaron 17 relatos, de forma anónima, y se dispuso de un plazo de un mes para que los usuarios registrados pudieran votar sus favoritos.
Yo presenté el relato que acabáis de leer, inspirado en la foto de arriba, que colgó hace tiempo Herr Flashman en su blog. Se trata de una unidad motorizada de Bersaglieri. Me documenté un poco y resulta que este cuerpo de infantería de élite italiana solía combatir a pie o en bicicleta, pero durante la campaña del norte de África en la Segunda Guerra Mundial fue equipada con motocicletas. Lo que se encuentra a unos 100 kilómetros de Alejandría es El Alamein, naturalmente. Varias unidades de Bersaglieri tomaron parte en esa batalla, entre las que se encontraba el 8º Regimiento, el cual fue prácticamente aniquilado.
Pues bien, me llena de orgullo anunciaros que mi relato ha resultado ser el más votado, por lo que entre otras cosas un día de éstos me llegará a casa una placa conmemorativa, una camiseta, un llavero, una guía motera y no sé qué más. Ni que decir tiene que lo que más me ilusiona es que mi relato haya gustado a unos perfectos desconocidos. Espero que también os haya gustado a vosotros, amigos.
Yo presenté el relato que acabáis de leer, inspirado en la foto de arriba, que colgó hace tiempo Herr Flashman en su blog. Se trata de una unidad motorizada de Bersaglieri. Me documenté un poco y resulta que este cuerpo de infantería de élite italiana solía combatir a pie o en bicicleta, pero durante la campaña del norte de África en la Segunda Guerra Mundial fue equipada con motocicletas. Lo que se encuentra a unos 100 kilómetros de Alejandría es El Alamein, naturalmente. Varias unidades de Bersaglieri tomaron parte en esa batalla, entre las que se encontraba el 8º Regimiento, el cual fue prácticamente aniquilado.
Pues bien, me llena de orgullo anunciaros que mi relato ha resultado ser el más votado, por lo que entre otras cosas un día de éstos me llegará a casa una placa conmemorativa, una camiseta, un llavero, una guía motera y no sé qué más. Ni que decir tiene que lo que más me ilusiona es que mi relato haya gustado a unos perfectos desconocidos. Espero que también os haya gustado a vosotros, amigos.